Fue una decisión difícil para Claudia di Girolamo. Se había formado como actriz en la Universidad de Chile y provenía de una familia dedicada al arte. Su padre, Claudio, era pintor, dramaturgo, director teatral y fundador del Teatro Ictus. Claudia aún no tenía 25 años cuando recibió la invitación para integrarse al elenco de “La madrastra” (1981), una producción del canal de la Universidad Católica que marcaría varios hitos. No sólo era la primera teleserie chilena que se haría en varios años sino también la primera en emitirse en colores. Además, tenía a un elenco de primer nivel: Marés González, Jael Unger, Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Mario Lorca, Silvia Santelices, Lucy Salgado, Nelly Meruane, entre otros, todos grandes nombres de la escena nacional.
Pero la joven Claudia dudaba. Ella había sido formada para el teatro. Conversó con el director teatral Gustavo Meza, quien entonces era pareja de la protagonista de “La madrastra”, Jael Unger. “Ellos me decían que tenía que aceptar porque iba a ser una gran experiencia”, recuerda. Y siguió el consejo de sus mentores. Se integró a las grabaciones y, en efecto, fue una experiencia notable desde el comienzo.
“Recuerdo las primeras etapas de lectura, de mucho enriquecimiento, de mucha discusión, sobre todo con Arturo Moya Grau, el guionista, que era un hombre maravillosamente cariñoso, pero muy celoso de su texto”, relata la actriz. Ella interpretaba a Luna, la única hija del empresario Esteban San Lucas, y que supuestamente había perdido a su madre siendo muy niña. “Luna era bastante regalona, mañosa y muy manipuladora. A mí me parecía que el lenguaje que usaba era muy parecido al de los adultos y yo quería cambiar ciertas cosas en el texto y adaptarlo al lenguaje de una chica más joven y rebelde. En esa discusión nos llevamos los ciento y tantos capítulos con Arturo Moya Grau”.
Pese a sus aprensiones iniciales, Claudia di Girolamo constató desde el comienzo el profesionalismo con que se trabajó en esta teleserie, dirigida por Óscar Rodríguez. “Lo recuerdo como un director súper concentrado y muy admirador del mundo actoral”. Eso lo llevaba a dar la oportunidad a los actores de proponer ciertas cosas y, sobre todo, exigía que las escenas fueran hechas “con verdad”.
-¿Cuál había sido su acercamiento al género antes de “La madrastra”?
“Yo había visto muchas teleseries en mi vida, venezolanas y mexicanas, y por primera vez, con “La madrastra” me enfrenté a una teleserie que era un espacio de verdad. Si tu personaje se enojaba o lloraba, tenía que ser de verdad. Óscar Rodríguez te daba el espacio y el tiempo para poder alcanzar las emociones de la escena”.
“La madrastra” tuvo la particularidad de contar con un director de actores. Se trató de Ramón Núñez, un destacado profesor de la Escuela de Teatro de la UC. “Para mí era indispensable que él estuviera”, cuenta Claudia. Núñez cumplía un rol fundamental no solo en los aspectos creativos de los personajes y sus intérpretes sino también en sus límites. “A veces te decía ‘¡pero no seas tan teatral!’. Te iba guiando de tal manera que la expresión del lenguaje llegaba a ser lo más cotidiana posible. Y te llevaba a un mundo que, si bien era expresivo, no se salía de lo que el televidente vivía cotidianamente. Así es el género que estábamos aprendiendo a hacer, el género de las teleseries”.
Dos años después, Claudia di Girolamo se convertiría en la protagonista de otro nuevo éxito de Canal 13, “Los títeres”, que nació de la pluma del dramaturgo Sergio Vodanovic y, para muchos, es la teleserie mejor escrita de la pantalla local. Claudia debió encarnar a Artemisa, una joven huérfana de madre que vuelve a Chile desde Ecuador con su padre, interpretado por Walter Kliche. Aquí Artemisa aterriza en un barrio capitalino de los años 60, donde intenta integrarse a una pandilla juvenil que pasea en bicicleta y baila rock and roll en malones caseros. Se enamora de Néstor (Mauricio Pesutic), el intelectual del grupo. Ambos hablan de literatura y poesía, y citan pasajes de obras en diálogos de un ritmo impensable para las teleseries del siglo XXI. Pero en ese momento, le daban el sello de un espesor cultural mayor al habitual en las ficciones televisivas. El romance entre Néstor y Artemisa se ve interrumpido por la maldad de Adriana Godan (Paulina García/Gloria Münchmeyer), quien urde una trampa para dejar en ridículo a la joven protagonista delante de toda pandilla. A causa de este trauma, la joven vuelve a Ecuador junto a su padre.
Décadas después, Artemisa vuelve a Chile convertida en una poderosa empresaria y con el único objetivo de vengarse de Adriana. Claudia di Girolamo relata que construyó a la Artemisa adulta a partir de su investigación sobre la venganza. “Ese personaje recubierto de esa mujer exitosa, con un estatus social importante, de alguna manera se había transformado en lo que vivió. El abuso, el bullying, hacen que la víctima se transforme en victimaria. Fue difícil hacer ese trabajo porque tenía muchas aristas el personaje y porque también estaba el tema del perdón como parte del propio reconocimiento de su tragedia y era complejo instalarlo con verdad”.
Claudia recuerda una escena, tras el regreso de Artemisa, en que ella es sometida a una situación similar a la que sufrió en su adolescencia. “Entonces, fue incapaz de encontrar las herramientas para enfrentarla. O sea, el daño del bullying ya estaba hecho. Y por muchos escudos que haya generado, ella no lograba deshacerse de ese dolor. Para mí, ese fue un descubrimiento importante”.
Después de “Los títeres”, Claudia estuvo siete años más en Canal 13 haciendo teleseries en forma ininterrumpida. La mayoría fueron producciones basadas en guiones brasileños, como “Ángel malo”, “Te conté” y otras. En 1991 recibió el llamado de Sonia Fuchs para integrarse al área dramática de Televisión Nacional. Según relata, se fue ganando un sueldo menor que en la estación católica. “Acepté la oferta de TVN porque el advenimiento de la democracia me provocaba la necesidad de hablar de otras cosas, fundamentalmente de lo que había pasado en este país”.
Su primera teleserie en el canal público fue “Volver a empezar”, cuya protagonista (Jael Unger) era una escritora que volvía del exilio. Claudia interpretó a su nuera, una joven casada con un ejecutivo de una universidad privada. Interpretado por Alfredo Castro, este personaje era un ferviente defensor del modelo neoliberal y tenía una pésima relación con su madre retornada. La actriz recuerda que recibió ese personaje como “un regalo”. “Esto de abrir las puertas, de empezar a ventilarnos, a vernos, fue un regalo para mí. El personaje de Jael Unger venía del exilio a instalarle preguntas a esta mujer joven, casada con su hijo”.
“Todo el esquema de las teleseries es preguntarse. Para construir y para avanzar. Preguntarse. ¿Qué pasó? ¿Qué nos pasó? Y esto nuevo, ¿qué es? ¿Nadie me va a matar por esto? ¿Puedo decir lo que pienso? Para mí fue una flecha que se lanzó y yo no supe más que avanzar con ella. Y me daba lo mismo el papel que me dieran. Fui una privilegiada, lo reconozco”, reflexiona.
Claudia Di Girólamo siguió los siguientes 20 años en TVN y protagonizó una veintena de producciones de la que se reconoce como la etapa más brillante de la historia de las teleseries chilenas. “Volver a empezar” no tuvo el éxito de audiencia esperado, pero al año siguiente, 1992, “Trampas y caretas” inició una racha de conexión con la audiencia que duraría más de dos décadas.
En ese período formó una dupla con el actor Francisco Reyes, con quien protagonizó fenómenos de audiencia como “Estúpido cupido”, “Iorana”, “La fiera”, “Romané” y “Pampa Ilusión”, entre otras. “Con él fuimos desafiados en el tiempo a hacer muchos trabajos y personajes distintos. Y siempre conversábamos sobre cómo hacer algo nuevo, cómo hacer que esta nueva pareja sea algo nuevo”, recuerda.
Una de estas duplas inolvidables fue la del locutor de radio Compañía, Jaime Salvatierra, con la Hermana Angélica, joven monja y profesora del pueblo de San Andrés, en “Estúpido cupido” (1995). Ambos personajes se enamoran, pero finalmente la religiosa decide mantener los hábitos y decir adiós a su amor platónico por Salvatierra. “En ese minuto yo no estaba de acuerdo con que la hermana Angélica no accediera al vértigo maravilloso que significa vivir en pareja y tener hijos”. Pero con el tiempo, relata, se fue dando cuenta de la coherencia de ese final.
Para preparar ese personaje, la actriz fue a pasar un tiempo con las monjas del convento de las Carmelitas Descalzas de Viña del Mar. “Entré al claustro, tuve un dormitorio, me levanté a la misma hora que ellas, tomé desayuno y oré con ellas. Supe de sus vidas, de sus amores, de cómo deciden finalmente pasar a una vida de oración enclaustrada. Y desde ese lugar empecé a construir a la hermana Angélica, lo que significó mucho silencio interior”.
-¿Qué la hizo cambiar sobre el mejor final para la hermana Angélica?
“Este personaje nunca imaginó que Dios, a quien ella iba a consagrar su vida, le iba a poner esta prueba tan enorme. Porque ella era una mujer que amaba mucho el convento, a sus hermanas monjas, a sus estudiantes, a sus colegas profesoras. Manejar ese deseo, ese amor que ella sentía por Salvatierra, fue importante y a mí me hizo sufrir mucho porque conocía a estas hermanitas descalzas y me imaginé la grieta que se abre en el piso y el tener que saltar ese abismo para avanzar en la fe y en el amor a Dios. Por eso, ahora creo que fue el mejor final que se pudo elegir. Un desenlace distinto habría sido dar el mensaje de que una mujer no puede vivir sin un hombre. Pero sí se puede, se puede vivir de esa fe”.
Algo parecido ocurrió con el personaje del cura Juan Domínguez, interpretado por Francisco Reyes en “Romané” (2000), quien se enamora de la gitana Jovanka Antich (Claudia Di Girólamo). En ese caso, ella estuvo de acuerdo desde un comienzo con que ese amor no podía tener un final pleno. “Creo que esos dos personajes -la Hermana Angélica y el Padre Juan- tenían esa fuerza, ese amor por los demás, esa convicción religiosa. Uno podía verlo en sus textos”. En efecto, el religioso decide alejarse de la gitana.
-Probablemente, Jovanka sea su personaje más recordado, ¿Qué significó para usted?
“‘Romané’ es la teleserie en la que mejor lo he pasado, donde era una fiesta llegar a las 7 y media de la mañana al trabajo para vestirse y peinarse como gitana, y decir esos textos con los que yo me reía sola en mi casa al estudiarlos. Describir ese mundo maravilloso, que es nómade, y reflejar un alma nómade también. Y eso fue lo que más me costó instalar en la Jovanka, porque si bien el amor por sus hijas y por su religión era absoluto, ella sabía que iba a volver a irse. Cargar sus pilchas, tomar el auto y salir a algún lugar. Desde ese lugar se diseñó a esta mujer espontánea, libre, sin complicaciones terrenas. Y era una persona muy sabia en un sentido, porque si uno se detiene en los problemas, se queda anclado. Esa era su filosofía. Avancemos. Sí, duele, pero avancemos, va a doler menos mañana”.
Un personaje muy diferente fue el que había realizado el año anterior, 1999: Catalina Chamorro, de “La Fiera”, escrita por Víctor Carrasco y basada en “La fierecilla domada” de William Shakespeare. “La construí desde la falta de la madre. Esta mujer que manejaba la empresa tenía que tener cierta fortaleza. Tenía que saber el teje y maneje de la salmonera, en Dalcahue, Chiloé. Era una mujer aislada del mundo, muy poco sociable. Yo quise que llevara un retrato de su madre, siempre colgando de su cuello, pues si algo sustentaba al personaje era la falta de una imagen femenina en su educación”.
Catalina, la hija mayor de Pedro Chamorro, se oponía al matrimonio pese a que la gran obsesión de su padre esa casarla. En el primer capítulo, ella se escapa de su boda. “Y no sólo desgarra el vestido de novia sino que lo quema; quema el significado social del matrimonio y elige una vida austera y solitaria”. Entonces aparece el personaje interpretado por Francisco Reyes, Martín Echaurren, hijo de una familia empresaria de Dalcahue, que está al borde de la quiebra. Él intenta conquistarla, pero sufre un rechazo tras otro. Hasta que, en el último capítulo, Catalina lo sube a su caballo y se lo lleva.
“Creo que ese final de ‘La Fiera’ tiene esa connotación feminista de ‘yo te elijo a ti’. Yo no sé si queda claro que ella lo ama y que va a empezar una relación para toda la vida. Se suben al caballo, él deja el auto botado en la carretera para empezar una nueva vida. No sabemos con qué reglas, no sabemos si va a funcionar o no. Y eso a mí como actriz, en esa época, me producía una cierta angustia. Y creo que, en ese sentido, ese final fue innovador”.
De este período virtuoso de las teleseries chilenas, Claudia distingue a “Pampa ilusión”. “Es la teleserie que más me ha gustado en la vida. Para mí, es la más completa”, dice. Allí tuvo que hacer un doble personaje: Inés Clark, hija ilegítima del dueño de la salitrera Pampa Ilusión, y el doctor Florencio Aguirre, identidad ficticia bajo la cual Inés se escondía de la crueldad de su padre, William Clark (Héctor Noguera). La actriz destaca a los guionistas de esta teleserie -equipo encabezado por Víctor Carrasco- y a su director, Vicente Sabatini, por la creación de un mundo en el que convergían conflictos que, pese al paso de los siglos, siguen vigentes en la sociedad chilena.
“Era impresionante la cantidad de temas que había en ‘Pampa Ilusión’. Estaban los obreros de la salitrera, bajo esa especie de dictador que era William Clark; la recuperación del padre por parte de Inés; Tamara, la inmigrante peruana, y su amor con el hijo de Clark; las mujeres que querían aprender a leer y a escribir. Es una de las teleseries en las que yo me he sentido más exigida en términos de guión”. Su pareja en la historia era José Miguel Inostroza (Francisco Reyes), la mano derecha de Míster Clark. Él y el personaje de Florencio Aguirre se enfrentaban en intensos diálogos. “Eran verdaderos duelos políticos, muy interesantes; Inés, travestida de Florencio, argumentando desde su femineidad, pero como hombre. Era difícil de hacer, pero un desafío maravilloso”.
-¿Qué distinguía a las teleseries de ese período en TVN?
“Eran comedias románticas, pero iban más allá. Bajo ellas hay un peñasco de contenidos diversos y eso las hace tan particulares y tan reconocibles en el público. Las mujeres, los obreros, los empresarios, todo el mundo representado y con muchas preguntas que hacer y nada resuelto. Para que nosotros, el país, nos hiciéramos preguntas”.
Para Claudia di Girolamo, ese período en TVN fue la oportunidad de descubrir que este género tenía muchas posibilidades de hacer reflexionar a una sociedad. Sin embargo, admite, con el tiempo se formó “una opinión súper personal de habernos quedado en deuda con ciertos temas que tenían la necesidad urgente de ser representados”. De todos modos, recuerda títulos que en su argumento contenían crítica social, como la primera teleserie nocturna de TVN, “Ídolos”, donde su personaje, Isabel Segovia, tiene una relación oculta con su yerno (Álvaro Espinoza), un profesional de buena situación económica que era capaz de todo con tal elevar aún más su nivel de vida. “Fue de los primeros retratos de una descomposición social que uno veía; un mundo que estaba comenzando, con auge económico y acceso en muchos sentidos, pero que va a un lugar deplorable, peligroso e incómodo”.
Lo mismo le ocurrió con el siguiente título que protagonizó en TVN, “Cómplices” (2006), donde encarnó a Soledad Méndez, una estafadora que fingía ser la hermana de un ciudadano estadounidense (Francisco Reyes) que venía a Chile en busca de su familia biológica. “¿Por qué alguien tiene que hacerse una familia distinta? Porque este gringo amaba las familias y esta familia chilena le generó algo y hubo que mentirle durante 90 capítulos.”. Era un retrato sarcástico y doloroso de un país que nuevamente luchaba a costa de lo que fuera por el acceso a más bienes económicos. “Y aquí las preguntas son maravillosas”, agrega Claudia. “Mi personaje tuvo un enorme valor para mí. Representaba la mentira social, el mentir para alcanzar lo que ambiciono, que nuevamente es el sistema diseñado, el arribismo instalado como un disco duro en cada uno de nosotros”.